Durante las primeras décadas del Siglo XX los trenes de
carga de la Argentina solían llevar en sus vagones a decenas, centenares de
pasajeros furtivos. En los años de crisis llegaban a ser miles, decenas de
miles. Solía vérselos también a orillas de las vías junto a pequeños fuegos en
los que hervía, dentro de recipientes negros de tizne, el agua o la comida. Parecían
transitar un mundo de silencio, era evidente su hambre, tangible su frío y
manifiesta su soledad.
En las ciudades se les temía y se asustaba a los niños
invocándolos. Si faltaban aves de corral o ropas del cordel, sobre ellos recaía
la sospecha. A veces, policías a caballo los arreaban como a ganado por las
calles del pueblo rumbo a la Comisaría. Luego, los empujaban nuevamente a subir
a los cargueros y continuar su errabundia.
Que luego bajarían hacia el sur, buscando chalares tardíos. Que otros remontarían hacia el Chaco o el Tucumán, hacia Cuyo o hacia el Valle del Río Negro. Que muchos, en fin, concluido el tiempo de recolección, retornarían a sus pequeños poblados rurales donde les aguardaban familias y penurias.
A principios de siglo, en cambio, casi todos habían venido de Europa y como tras de la cosecha regresaban, se les llamó golondrinas. Habían traído un atadito de ropa al que nombraban la linghera. Luego, a ellos mismos comenzó a llamárselos así. Se cree que un gobernador de Buenos Aires, José Camilo Crotto, dispuso que en la provincia viajaran gratuitamente en los trenes de carga y que por eso desde entonces se les decía también crotos.

Muchos jóvenes, especialmente del interior, salían a crotear nada más que por afán aventurero. Pero casi todos lo hacían en busca de oportunidades laborales de las que carecían en su pueblo. En tiempos de recesión económica, comerciantes y chacareros que se arruinaban y muchos obreros que quedaban sin trabajo, desesperados o desencantados, se automarginaban en la vía y los linyeras se multiplicaban.
Por último, se suponía que algunos de ellos no volverían a
hogar alguno porque ya no lo tenían, sino a la vía, que por ella vagarían todo
el año, toda la vida, hasta que -uno imaginaba- el frío o un accidente acabase
con ellos.
Los que alguna vez estuvieron más cerca de sus vidas -ferroviarios,
chacareros o policías- saben que tenían una jerga particular. Que llamaban
tártago al mate, maranfio al guiso, mono al atadito de su ropa, bagayera a la
bolsa en la que guardaban sus cacharros, y ranchada al sitio en que acampaban.
Como hacían del silencio un ejercicio, su vida era impenetrable,
y ante la imposibilidad de conocer sus razones, se fantaseaba. Se hablaba de
que entre ellos había intelectuales perseguidos, hombres a quienes un desdeño
de amor arrojaba en busca del olvido. A veces les requisaban propaganda del
ideal libertario. Otras descubrían entre ellos a delincuentes buscados por la
autoridad: gente que debía muertes o prisiones. Sí, se fantaseaba. O no. Pero todas
las actitudes que se les atribuían tenían una constante: la evasión.
Recorrían aquel desolado
cuerpo de gigante en los trenes de carga; del maíz al frío, del frío al maíz, braceros
en tiempos de cosecha, perseguidos por vagos y por crotos en los de la espera.
Y nunca se supo mucho más de ellos; su silencio y la soledad se interpusieron.
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